Context
Escombros, polvo, tempestad
“El mundo entero es un teatro,
y todos los hombres y mujeres
simplemente comediantes.
Tienen sus entradas y salidas,
y un hombre en su tiempo
representa muchos papeles, y
sus actos son siete edades”.
William Shakespeare, Las siete edades del hombre.-
En su aclamada película de 1924, Sherlock Jr., el cineasta y comediante estadounidense Buster Keaton despliega uno de los dispositivos narrativos más vanguardistas de los inicios del séptimo arte: el personaje principal -un joven proyeccionista de cine, que al mismo tiempo es aprendiz de detective- se duerme durante una proyección. A continuación, algo así como su espíritu “desdoblado” baja hacia la platea, decide trepar al escenario e “ingresar” a la pantalla; es decir, pasa a formar parte de la película proyectada. Ya “dentro” de ésta, se ve envuelto en una absurda cadena de eventos: resbala desde una banca de un jardín interior directamente hacia una transitada calle donde es casi atropellado por automóviles; camina por esa calle y de pronto se encuentra a punto de caer a orillas de un precipicio en el desierto; logra reaccionar y afirmarse, sólo para aparecer repentinamente en una selva rodeado por leones, los cuales lo siguen hasta conducirlo de pronto a otra explanada desértica donde por muy poco se salva de ser arrollado por un tren; se sienta a descansar sobre un montículo junto a las vías del tren, sólo para ser sorpresivamente mojado en la espalda por una ola a la orilla del mar; al querer zambullirse al agua, termina cayendo dentro de un agujero en la tierra junto a un bosque, para a continuación volver a tropezarse contra la misma banca de jardín que inició su disparatado periplo.
De algún modo, el “otro yo” del joven proyeccionista, se desliza errática e involuntariamente a través de estas transiciones entre espacio y tiempo, mientras intenta mantener constante su estabilidad, integridad e identidad: paisajes, objetos y acciones específicas se superponen y entrelazan en una dislocada cadena de acontecimientos que parecen no tener un sentido lineal. Estrenada en pleno boom del psicoanálisis y durante los albores del movimiento surrealista en Europa, la ambiciosa cinta de Keaton de algún modo inauguraba para el público masivo la estrecha relación entre los lenguajes cinematográficos y el imaginario onírico; de algún modo también, sentaba las bases para explorar, a través de trucos de la imagen en movimiento, las conjunciones y los puntos de contacto entre las diferentes esferas de la existencia humana.
Otra curiosa secuencia de “saltos cuánticos simbólicos” en el espacio-tiempo la podemos encontrar medio siglo más tarde en el memorable e inquietante comercial para Campari del cineasta italiano Federico Fellini. A lo largo de sus solo sesenta segundos de duración, podemos ver a una mujer y un hombre que viajan en tren y que van observando a través de la ventanilla los diferentes panoramas que se suceden uno tras otro frente a sus ojos. La mujer, algo malhumorada, es la responsable de ir “cambiando” mágicamente los escenarios con un control remoto, mientras el hombre -una especie de magnate siempre sonriente y algo condescendiente- parece ir disfrutando tanto de esas variaciones como del fastidio de la joven: un valle lacustre, dunas desérticas, una catedral gótica junto a la estatua de un guerrero bajo una cascada, un bosque nocturno, unas ruinas griegas, incluso una vista de lo que parecieran ser hielos árticos; nada parece contentar a la muchacha, quien finalmente le lanza el aparato a su acompañante. En ese momento, él lo recibe apaciblemente y al accionarlo aparecen frente a ellos algunos antiguos edificios emblemáticos de la cultura italiana, rodeando a una botella del licor publicitado. Al final, ambos sonríen y reciben cada quien una copa de licor ofrecida por una azafata.
Cabe consignar un detalle: en el comercial de Fellini, el hombre va sentado mirando hacia adelante en el sentido del avance del tren, mientras que la mujer -aunque inicialmente lleva el “control” de los escenarios del exterior- va de espaldas y sólo alcanza a ver lo que el tren va dejando atrás: podría decirse, en ese sentido, que la calma del hombre se debe a que va de frente y atento a lo que va deparando el futuro, mientras que el desasosiego de la mujer se deba quizás a que las únicas panorámicas a las que puede acceder resultan ser siempre las del pasado alejándose.
Ambas escenas, tanto la secuencia onírica de Sherlock Jr como la del comercial de Fellini, resultan muy pertinentes al abordar el más reciente proyecto expositivo de Carlos Ampuero, titulado El Ángel de la Historia.
Basándose en el fragmento más conocido del célebre conjunto de textos escritos entre 1939 y 1940 por Walter Benjamin (reunidos bajo el título de Sobre el concepto de historia), Ampuero nos presenta en esta ocasión una serie de dibujos y pinturas en las que despliega toda su destreza para transitar de una época a otra, para escabullirse sigilosamente por entre las rendijas del espacio tiempo, articulando relatos enigmáticos, anacrónicos y entrecruzados respecto de los asuntos de la memoria (personal y colectiva), el viaje, y la identidad -histórica, social, cultural, política, étnica- experimentados por el artista a lo largo de su vida.
Rozando la Historia a contrapelo o, más bien, tomando como premisa la idea Benjamineana de que “la Historia debe ser contada desde la perspectiva de los vencidos, no de los vencedores”, el artista enciende un faro para iluminar el pasado y articular un universo romántico, envolvente, nebulosamente amenazante, en el que por medio de juegos alegóricos y puestas en abismo se van entretejiendo imágenes que parecen estar fabricadas con los mismos escombros y arrastradas por la misma tempestad con que Walter Benjamin identifica respectivamente al pasado y al progreso. Ruinas y monumentos fúnebres parecen primar en esta nueva fase investigativa de Carlos Ampuero: se trata de una inmersiva “estética de cementerios” a través de la cual el artista nos comparte su necesidad de que la Historia detenga por un instante su curso, que no siga avanzando, de manera de poder retenerla, retratarla y entenderla en profundidad. Es así como a través de una paleta cromática sombría y una composición meticulosa, el artista nos invita a deambular por estos espacios liminales donde el tiempo se detiene y la eternidad se hace palpable: cada pequeño trazo parece recordarnos la transitoriedad de la existencia y la inevitabilidad de la muerte, haciéndonos partícipes de un viaje introspectivo que pareciera estar impregnado de melancolía y extrañamiento.
Nacido en Santiago en 1965 en el seno de una familia perteneciente a la clase media ilustrada, y en su condición de nieto de un mítico dirigente socialista, Carlos Ampuero debió emigrar muy tempranamente de Chile junto a su familia, pasando gran parte de su infancia y juventud en el Reino Unido. Allí se encontró, siendo niño, con una realidad radicalmente diferente a la de su Chile natal: tuvo que saber convivir no sólo con la a veces indescifrable, estratificada y jerarquizada sociedad británica, sino que debió aprender a lidiar -como inmigrante- con la densidad y la pesada carga idiosincrática de una poderosa nación imperial y colonizadora (y no, como en el caso de Chile, una excolonia de un imperio).
Fue en Londres, entonces, donde cursó inicialmente estudios de arquitectura, para luego ser cautivado a mediados de los años ochenta en forma definitiva por la pintura. Tras su primer regreso a Chile en 1991, desde mediados de esa década en adelante Carlos Ampuero fue desarrollando un lenguaje visual propio y pasó progresivamente a formar parte de una corriente global de investigación artística que a estas alturas podríamos denominar “realismo conceptual”: una vertiente pictórica altamente reflexiva, que mantiene una estrecha relación con la imagen de origen fotográfico y que ha logrado reactivar, una vez más, la preeminencia de la pintura en el ámbito del arte contemporáneo internacional.
Ya desde sus primeros proyectos relevantes (pinturas murales colectivas realizadas en espacios públicos en Londres y sus alrededores), Ampuero mostraba una especial inclinación por la construcción de un tejido narrativo que, aunque en principio se nos aparece como inocente y pedagógico, tras un primer escrutinio se nos va revelando gradualmente como equívoco e inestable. Lo mismo vuelve a ocurrir en su presente producción, la cual nos extiende gentilmente una invitación a reinterpretar la(s) historia(s) a través de una lente subjetiva y deconstructiva.
En sus nuevas pinturas se percibe una materialidad seductoramente ominosa, conformada por pequeñas manchas de colores aleatorios que sugieren, por un lado, un ánimo de lenta “reconstrucción de la ruina”, de lo que se perdió (pienso en la nostalgia del joven Ampuero en el exilio), y por el otro, un guiño a la manera en que las tecnologías de punta abordan la configuración de una imagen. Resultan particularmente relevantes dos operaciones que el artista despliega recurrentemente y que parecen determinar el carácter de su producción actual: la puesta en tensión de la noción de escala (las relaciones confusas entre lo diminuto y lo gigantesco, por ejemplo), y la manipulación y superposición de capas semitranslúcidas de grandes campos de color monocromo; podría decirse que la interacción entre ambos procedimientos es la que genera la atmósfera y la energía tan característica de estas nuevas pinturas, en las que transitamos por un espacio tan devastado, agrietado y abatido como reminiscente de un pasado glorioso.
Cristián Silva, abril de 2024