Carlos Ampuero, o el meridiano interrogado
Carlos Franz, Santiago, enero de 1998.
Conocí a Carlos Ampuero en nuestro barrio del Parque Forestal, en Santiago de Chile. De balcón a balcón, podría decirse. Desde la ventana de mi escritorio se divisaba el estudio de un pintor que trabajaba de noche, como yo, en el sexto piso del edificio del frente. Mi curiosidad sólo alcanzaba a observar la parte superior de sus telas de grandes formatos. Noche a noche, durante meses y años, bajo la fuerte luz de un foco de yodo, fui viendo como aparecían y se borraban, reaparecían y se transformaban, cabezas y fonógrafos, hélices y arcos, fragmentos de los objetos arbitrarios y lúdicos de la obra de Ampuero. Llegué a obsesionarme intentando armar el puzzle de esas telas que no podía observar completas. En las horas muertas, sin inspiración, cuando la novela que estaba escribiendo, El lugar donde estuvo el Paraíso, se atascaba -el paraíso parecía más que perdido, imposible-, confieso que caí en la vergonzosa práctica de empinarme en el balcón buscando completar algo del enigma. A menudo, a las tres o cuatro de la mañana, el pintor salía a su terraza a fumarse un cigarrillo y creo que alguna vez estuvo a punto de sorprenderme. Mucho después, supe que también Ampuero me atisbaba. Que le intrigaba la comparativa parquedad del taller de un novelista, la pantalla del computador brillando en el rostro absorto, pálido de insomnios de su vecino. Como yo, varias veces se había preguntado quién sería el escritor desconocido del otro lado de la calle. Qué estaría buscando, noche a noche durante años, en la irrealidad de sus papeles. Luego, una madrugada cualquiera, rompimos el silencio tan caprichosa o cortésmente como hasta entonces lo habíamos mantenido. Nos presentamos de lado a lado de la calle. Un día conocí a Alba, su mujer, también pintora. Al siguiente me invitaron a visitarlos. Así, por fin, pude armarme una imagen completa de las pinturas de Ampuero. Esto es lo que vi.
Los interrogados
En algunas de sus telas Ampuero retoma la tradición del retrato sedente (el personaje sentado ofrecido a nuestro escrutinio, el sitter, como se lo llama apropiadamente en inglés) y la somete a una tensión nueva. Sus mujeres y hombres sentados, más que posar padecen nuestra mirada. Pequeños gestos los delatan. Algunos se aferran al asiento. Otros crispan las manos en posiciones extrañas. Varios aprietan los labios, los ojos, entrecerrándolos como para intentar ver a través de una mirilla, entre las junturas de la realidad. En la mayoría, sus rostros tensos, doloridos, delatan una íntima perplejidad. Todos están demasiado serios. Nos hacen sospechar que se les ha hecho alguna clase de pregunta que no tiene respuesta. E intuimos que nuestra propia mirada es esa pregunta.
La soledad redobla el silencio de estos interrogados. Callados y solitarios, aislados en sus encuadres y en sus mutismos, los personajes rara vez aparecen acompañados. Apenas se divisan otras vagas presencias fantasmales, como la que acecha al hombre en «Antesala» (¿Antesala de qué? ¿Qué le aguarda al interrogado tras esas puertas del fondo, mientras él hace gestos ambiguos, como si pidiera tiempo para elaborar una coartada, un: «no va a creerme si le digo…»?).
La única excepción a esa soledad de los retratados la encontramos en «El Vestíbulo». En esta tela comparece otra figura, ataviada con un delantal, observando de reojo y con la mano empuñada. ¿Quién es? ¿Está interrogando al personaje cabizbajo, de ojos cerrados, que permanece en la butaca y ya levanta una rodilla como empezando a defenderse? ¿Empleará ese arco y esa vara a su lado, para obtener una respuesta? ¿Será acaso el propio pintor que así interroga a la materia, a la imagen, al color, pidiendo respuestas? Sea quién sea, este hombre allí de pie nos alivia por un momento de seguir siendo nosotros, acá frente a la tela, los interrogadores. Y en esa misma medida, nos hace sus cómplices en el procedimiento. Cuando nosotros nos preguntamos por el significado, él exige una respuesta. Y así, también nosotros nos merecemos el reproche y el silencio del interrogado.
Por si fuera poco, también las demarcaciones virtuales del espacio, el subrayado de los contornos, a veces en negro, los círculos que giran alrededor de los retratados, acentúan y remarcan el aislamiento. Similar a Bacon, el trazado de una «caja» opera como la representación no hipócrita del encuadre. La puesta en valor de la imagen, que a veces presta un marco de puerta o ventana, y otras simplemente, sinceramente, el fanal simbólico en el cual las encierra el pintor. Pero también sabemos que estas demarcaciones son expresión del límite, del borde más allá del cual ni la imagen ni nosotros podemos pasar.
Aumentado mediante esos recursos, el aislamiento en los cuadros de Ampuero se hace más intolerable cuando afecta precisamente a los modernos íconos de la comunicación instantánea. Una antena satelital, o un micrófono, aparecen mudos, desconectados, en un espacio «sin eco». En «Intervalo», el interrogado permanece en silencio, en la incomunicación, junto a ese gran plato parabólico que no le ofrece ayuda alguna y no tiene ningún mensaje para él.
«I wanted to paint the cry, not the horror», dijo Francis Bacon que, con Lucian Freud, parece una referencia obligada. Por su parte, Carlos Ampuero no pinta el grito, sino el silencio. El mudo horror de ignorar la respuesta. La agonía de no saber lo que quieren saber de nosotros. Y sospechamos que los interrogados de Ampuero no gritan porque, aun si lo hicieran, no querríamos oírlos. En el fondo, sentimos, su silencio es la única respuesta posible a nuestra sordera.
Una luz meridiana
La riqueza de esta pintura no se agota en sus incógnitas y soledades. Hay algo más. Paradójicamente, estas obras respiran una natural amabilidad. Una juguetona fantasía. Ampuero no solamente es lúcido, también es luminoso. Creo que la clave está en ese meridiano (meridies=mediodía), que constituye la obsesión central en esta etapa de su trabajo.
Durante mucho tiempo Carlos Ampuero vivió bajo el tiempo solar medio del meridiano que pasa por Greenwich. Ese Greenwich Mean Time fue la hora cero de Ampuero. Creció, estudió y tuvo su primer taller en las inmediaciones del famoso observatorio ubicado en el parque del mismo nombre, en Londres. No puede ser indiferente para un artista haber aprendido a mirar y a pintar en la longitud cero del planeta. Allí donde el tiempo mundial se detiene y comienza de nuevo.
Como el metro de platino iridiado o el péndulo de Foucault, el Meridiano de Greenwich pertenece a esa gama de «objetos» en los que se cifró el optimismo científico del siglo XIX. Relativizados por tantos fracasos de esa racionalidad positivista, desde la física del caos al caos de los átomos, estos talismanes de una exactitud decrépita parecen hoy más bien juguetes. Y los personajes de Ampuero adultos a quienes una rotación brusca de ese meridiano ha centrifugado hacia el pasado. Allí, en ese país donde las cosas se hacen de otro modo, los encontramos bañados por esos colores cálidos e irreales que asociamos con la infancia. Y rodeados por esos objetos anticuados, obsoletos o vagamente científicos, que son otros tantos asedios del tiempo. Sólo estos hombres y mujeres han cambiado. Hoy los metros y meridianos de nuestra niñez, en lugar de asegurarnos, nos señalan cuánto tiempo ha pasado.
Esta presencia del arco del Meridiano de Greenwich, con su carga simbólica, se proyecta a casi toda la pintura actual de Ampuero. El meridiano se trasunta en los espacios curvos que constituyen la geometría básica de sus telas. Paredes curvas como las de «Punto Ciego» y «Antesala», que rotan tras la espalda de los personajes. Plataformas circulares sobre los que se apoyan sus sillas. Verdaderos paisajes giratorios, como los de las «Cámaras de luz 1 y 2», que evocan la fantasmagoría envolvente del Cinemascope.
En último término, meridianos y paralelos producen un efecto paradójico: en vez de situar las coordenadas de los personajes, los convierten en el centro de una incógnita. Los personajes de Ampuero son interrogados no sólo por nosotros, sino por el mismo espacio en el que habitan, como una dimensión del tiempo relativo y fugitivo en el que estamos atrapados todos. La imagen torva y angustiada del retratado en «El Jardín», apresado en su jaula de meridianos, acaba trasmitiéndonos con su muda introspección la pregunta esencial: ¿dónde estoy, a qué lugar del mundo pertenezco, cuál y cuánto es mi tiempo?
En un mundo descrito como una telaraña de paralelos y meridianos -de webs-, donde todas las coordenadas parecen ya medidas, sólo el espíritu constituye una dimensión desconocida. El corazón sigue siendo el vértice de todas las dudas. El alma de los personajes de Ampuero habita siempre en la longitud cero del meridiano de Greenwich. Equilibrada en esa línea imaginaria. Antes de donde empieza el tiempo; después de donde ha terminado.